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viernes, 7 de octubre de 2011

El Che, cuesta arriba

El espíritu subversivo del Che, aun sigue nadando por sobre las cristalinas aguas del ancho y largo río de donde emergió la fuente de su victorioso heroísmo, como el guerrillero más amado y recordado por todos los pueblos, que tocados por la magia de su luz, se levantan y andan.

Fue en su génesis el inquieto joven Ernesto Guevara de la Serna, quién en una noche o día cualquiera, con apego y firmeza decide dar un paso al frente en su libre propósito. Su fervoroso apego a un ideal lo llevó a rehusar de su propia paz y felicidad, y hasta del calor de sus propios retoños.

Se llevó consigo en su largo peregrinar como su único abrigo y equipaje, su humildad, que fiel le acompañó hasta el final de su combativa existencia, fue de su convicción lo que la luminiscencia de su alma fecundó, la revolución, su revolución, que como un excelente chef de cocina, el comandante Guevara poseía los condimentos e ingredientes necesarios, para darle la sazón y el toque mágico a su exquisita receta revolucionaria.

Con la frente bien erguida hacia la inmensidad del horizonte, como queriendo romper con su lejano mirar el velo que separa el presente del nebuloso y disperso porvenir, Ernesto Guevara de la Serna, con rebosante juventud deja atrás su tabernáculo, se va por allá muy lejos al igual que Cristo el insurgente, a trillar los abruptos caminos sin fronteras, con su vía crucis como santuario sagrado de una causa, con su férrea entereza de no quebrantar un juramento, ya que cuando se rompe un principio el alma se hace inhabitable. El Che táctico en las ideas y en la palabra comprometida, era lo que mejor digería. Brotándole del pecho el carmín de su coraje, cuesta arriba arrastró su pesada madera.

Largas e interminables eran sus duras jornadas, hasta que llego el día en que el firmamento se estremeció, cuando presintió el ocaso de uno de sus más rutilantes luceros.

Por entre las empedradas y asediadas laderas se cumplía la voluntad de aquel soldado del verde oliva, de entre vencer o morir en cualquier pedazo de tierra donde el yugo oprima. En medio del rito farisaico, antes de que cantara el gallo tres veces, ya le habíamos negado.

Con la estocada de rigor sobre su costal izquierdo de quién fue como un volcán de estrepitosa fuerza, yacía dormido ante el repaso de sus implacables verdugos, que con asombro y respeto veían en el rostro aletargado de aquel varón, que ni aún con la muerte infligida habían podido doblegar la serenidad, del que hizo de un precepto misión cumplida.

Fue el comandante Ernesto Guevara de la Serna el hombre que vencía la muerte, con sus abiertas y expresivas pupilas que semejaban el faro de una torre, escudriñando el limbo donde bulle la simiente universal de las ideas.

Quebrantaron y subastaron sus huesos al mejor postor, pero no así el hermoso legado del comandante Che, que para los suyos dejó plasmado en el testamento que celoso guardaba en su desflecada mochila cuál ración de combate.

Al comandante Ernesto Che Guevara, la adversidad de las circunstancias quiso enterrar los restos de su mutilado cuerpo en una fosa bien honda, ya ven que no fue así, el espejeante sol de su glorioso destino lo sembró, pero esta vez en el bien abonado almácigo, donde día a día germina la semilla del pensamiento heroico, y de donde se extraen las tiernas plántulas que crecerán a buen resguardo en tierra fértil; el verdor de sus ramajes con abundantes hojas, mitigará del calor y la fatiga la frente sudorosa del caballero andante, que marcha en pos de la botija donde se guarda el tesoro más valioso, que es la plusvalía del alma nacarada y del espíritu fraterno.

El Ché amó a la montaña, hábitat y ayuno de su espíritu revolucionario.
El Che mártir universal, su último deseo en las puertas del patíbulo: morir de pie para que vean como muere el hombre que mañana despertará en los ojos de un huracán humano.
El Che pensativo, por un momento se desliza por sobre la estela del blanco humo de un tabaco, después de hacer un alto en el campo de batalla para el respiro profundo.

El Che, hoy de nuevo en su tabernáculo, hoguera inmortal de la gloria invicta y aposento del orfebre, que engasta con perlas y rubíes la empuñadura de la invencible y gloriosa espada de Bolívar, ¡oasis de libertades! Espada que es agua cristalina de lavar afrentas. Oz para cortar la espiga debajo del sol con amor y justicia, oído atento al llanto que humedecen las pesadas cadenas. Voces fervorosas de éstas y las venideras generaciones, que al Che que es soldado con sudor y almizcle de pueblo, con vehemencia le piden, que de nuevo empavone su fusil y que no lo cuelgue, para que no nos cuelguen.

Julio César Carrillo.
Venezuela
julio.cesar.carrillo@hotmail.com



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